jueves, 9 de abril de 2009

Reflexión “A” cerca del sueño

Duna me dijo, hace ya mucho tiempo, que podría tratarse de una lesión en el compartimiento de la sustancia reticular; creo que lo leyó alguna vez en uno de esos libros viejos que guardo bajo mi armario. Cuando comencé a salir de mi casa, a comer las flores aledañas al núcleo de mi burbuja, no tuve más remedio que atarme a mi cama. Odio cuando mis sueños y los sueños de mis sueños vienen a reírse de mí. Hay noches en las que no puedo dormir y otras tantas en las que me gusta creer que estoy dormido.
En las noches de insomnio, me entretengo al observar a las arañas de Marte que se esconden bajo mis cortinas. También me divierte ver a ése arlequín ciego que sangra desde la punta de sus manos, ése que monta monólogos mudos y clases de canto. Los LEDs intermitentes de mi globo terráqueo me hacen recordar aquellos crepúsculos cerca de la Tierra primigenia, cuando aún me era permitido vivir en ella. Y la gotera incesante de mucosa que nace de mi techo se convierte en otro fastidio que me impide dormir o intentar hacerlo.
De entre todos mis sueños, Glifo es quien me causaba más curiosidad. Ese gato verde y bípedo que siempre estaba saltando de lado a lado en mi librero. Ése tartamudeaba al dar sus discursos; ése mismo con una letra “g” tatuada en sus genitales. Él fue mi primer pretexto para no atarme a la cama, bueno, antes de que conociera a Marel. Aunque me molestaba un poco que Glifo dejara sus cenizas de cigarro sobre mi librero, no lo consideraba un mal sueño. Yo hubiese dicho que era un vampiro, pues, poco antes del amanecer, se metía debajo de mi tapete de bienvenida y no salía hasta otra noche de insomnio.
Recuerdo que una noche de pesadillas Glifo me llevó a su guarida subterránea, cuyo recibimiento compartíamos. El holograma de dos colibríes enfermos y mal formados saltaban del letrero de “Bienvenido” delineado con luz ultravioleta y fluorescente. Pronto Glifo me ayudó al levantar el tapete cortésmente mientras ingresábamos.
Dos pares de espejos de mercurio en vez de paredes ataban a mis ojos a una realidad cíclica e infinita. Podía ver las arterias y los circuitos rodeando mis extremidades como una enredadera hambrienta de líquido amniótico. Mis ojos carentes de párpados eran diferentes a como los recordaba, como dos esferas de obsidiana en busca de una tormenta. Todo era tan diferente a como creí que seguía siendo. Todo era tan diferente a como lo había leído, o por lo menos en mis libros de literatura y mis ensayos humanos. Hacía tanto tiempo que no me miraba en un espejo que había olvidado que ya no era carne, sino circuitos.
Glifo se hizo viejo al llegar a su refugio. Diría que sus miles de copias a través de los espejos dividían su alma y probablemente sus circuitos (si los sueños tienen circuitos, como yo). Cuando su cuerpo débil y absurdo (es absurdo cuando las cosas dejan de funcionar) cayó al suelo embalsamado en titanio, tomé su cadáver y lo metí en mi compartimiento orgánico: sabía a cenizas y a manzana verde.
No recuerdo muy bien cómo salí de la casa de mercurio sólido de mi compañero fallecido. No recuerdo inclusive, cómo fue que conocí a Marel. Fue como el despertar rutinario, imperceptible y ficticio (porque nunca termino de despertar) el hecho de que ella llegara a mi existencia de repente, sin ningún preámbulo extraordinario o alguna invitación.
Una vez le hablé a Duna a cerca de mis sueños, le dije que eran muy amigables conmigo. Pero no me puso mucha atención; desde que vivo solo en la burbuja de estroncio lumínico, ha perdido la mirada en el cenit, donde guarda su silencio. Dijeron que mis sueños no podrían escapar de la realidad dentro de la burbuja. Yo no entiendo muy bien a qué le temen; si mis sueños y yo llegásemos a escapar, no habría nada ni nadie a quién destruir en todo el planeta. Desde que la tierra primigenia fue clonada por primera vez, ese tipo de problemas han desaparecido.
Marel, más que una pesadilla, parecía una fantasía sexual. Pronto se convirtió en el sueño de muslos tibios y palabras ausentes que siempre quise tener. Extrañé sus ojos sabor carmesí y sus caderas mezcladas en almíbar cada noche sin pesadillas. Extrañé su fuerza terrífica al introducir mis conductos en sus carnes de fantasía, y sus noches sin sombra, y sus noches sin tierra. No había esferas de sal, ni ornitorrincos bífidos, ni vortex rebosantes de chocolate que extrañara más que la soledad pelirroja en los ojos de Marel.
El ver la mirada de Duna fija en el cielo, me hace recordar aquellos tiempos en los que yo era como ella. Aquellos tiempos de la carne sobre el metal, donde los huecos sin piel eran un nido de sensaciones tersas e ingratas. Recuerdo cuando vivía con Duna en la Tierra primigenia, cuando no me era prohibido llamarla por su verdadero nombre del que tantas veces prescindí. Si alguien me hubiese dicho que no podría volver a llamarla, hubiese pronunciado su nombre mil veces antes de que me fuera vetado. Porque su nombre es un verdadero nombre que me hacía recordar. Ella fue la única que se quedó conmigo en este planeta lleno de mí y de mis sueños atrapados en esta burbuja. Creo que me amaba mucho y tal vez yo a ella, por lo menos eso leí en uno de esos libros viejos.
Hay cosas que siento demasiado olvidadas, pero la mirada de Duna siempre me obliga a volver a tiempos extraños, donde las noches se cubrían de luz ficticia y los hombres no hablaban ni escribían, sólo se escuchaban entre sí. La última sensación de dolor que recorrió mi médula, fue la de mi cuerpo en medio de la combustión, consumiéndose como una tormenta sin ojos. El incendio de plasma lo cubrió todo aquella tarde, vi a Duna gritar entre las llamas, pero no se movía, no se quemaba, sólo estaba entre el fuego de mis pestañas. Las flamas entre guerrillas absurdas, me quitaron mis ojos, mi voz y mis heridas. También me quitó el sueño, y poco a poco se convirtió en vida ambigua llena de sensaciones, llena de falsos circuitos. La reconstrucción me hizo ser un poco más y un poco menos de lo que era. Los sueños son el poco más; sueños peligrosos decían, sueños de sonámbulo. El poco menos no lo recuerdo, pero sé que era algo importante; tal vez era una receta para no aburrirme o el manual de instrucciones para evitar que un sueño acabe.
Duna pudo haberse quedado en la Tierra, nunca entendí muy bien por qué no lo hizo. Tal vez no le gustaban las noches con tantas maldiciones flotando por los edificios. A mí tampoco me gustaban; mi nuevo cuerpo me exigía olvidar y mis sueños lo mostraban a gritos. Se sentían solos y atrapados, como yo el día que por primera vez ataron mis muñecas con una cuerda. Me llamaban error de vez en cuando, como si no supieran de qué están hechas algunas cosas, pero yo estaba conciente de ello, las risas de mis pesadillas me lo hacían entender.
Sueños de sonámbulo. Duna lo pronunciaba con cierto terror, como queriendo no hablar mucho de ellos. La idea de un planeta para nosotros solos, me gustaba; la idea de un planeta para Duna, mis sueños y yo, parecía aburrida, tal vez un poco diferente.
Sólo los humanos pueden vivir en la Tierra primigenia.

Glifo me dijo una noche, antes de morir, que la vida de los sueños no es fácil. Dijo que hay ciertas cosas que no puedes aceptar, que hay que existir sólo de vez en cuando y que no hay que acostumbrarse a lo que eres. “Los sueños nunca son exactos”. Tal vez por esa misma aseveración no entendí a lo que se refería. Supongo que quería decir que los sueños no suelen ser constantes. Sólo Glifo y Marel me acompañaban en insomnios consecutivos, la mayoría de los sueños se dibujaban a medias o se dibujaban de más mientras mi atención no recayera en ninguno. Eran como una sábana de humo sobre mi vida y entre el silencio de Duna y el mío, llenos de colores y existencia cambiantes.
Las caderas de Marel se convirtieron en una rutina para mí. Una rutina agridulce de sentimientos mudos y de pensamientos poco profundos. Una noche, mientras me hospedaba entre sus muslos, ella envejeció de pronto. Un río de color violeta nacía desde sus labios hasta la punta de sus dedos, los ojos de soledad se ennegrecieron hasta dejar de funcionar. Pronto una laguna de muerte azucarada rodeó mis brazos y mi suelo.
Creo que los sueños mueren cuando se vuelven realidad.
Extrañé tener un sueño favorito, no podía decidirme entre los veleros de hierro que surcaban mis sábanas en noches de vela o la rana de plástico con caleidoscopios en vez de ojos. Mis paseos alrededor de mi casa eran cada vez más frecuentes cuando la realidad y la fantasía me aburrían a la par. Es ahora cuando disfruto hablar con Duna, mientras la mirada de ambos cabalga a través de la burbuja lumínica que nos rodea.
Creo que murió mientras yo dormía despierto. Creo que yo la maté, como maté a mis sueños. Sus senos fríos y desnudos miraban también al cielo, donde sus ojos muy abiertos se perdían entre máquinas y tiempo. El color rojo en su abdomen se dividía y serpenteaba a través de sus caderas, a través de las flores y el pasto ambarino. Y cuando el pasar de los días le restaba belleza a sus ojos y cuello púrpuras de miedo, yo contemplaba junto a ella las noches tristes y los sueños rotos que viajaban junto a sus labios y junto a las estrellas.